Caramba, es la primera vez que doy con este jugoso club de los tiempos prehistóricos de AVEN (prehistóricos para mí, claro está). En verdad es estimulante comprobar cómo antiguos usuarios, ahora cadáveres cibernéticos y reminiscentes desprovistos de vida, albergaban un interés semejante por la lectura al que yo tengo. Bueno, tenía. Digamos que yo desarrollé una predilección precoz por los libros, por la ficción en concreto. A la edad de diez años me empapaba de toda la literatura juvenil que podía abarcar; era verdaderamente un lector insaciable, que fagocitaba todo lo que caía en sus manos sin ningún tipo de distinción. El beneficio intelectual que me reportó aquella etapa de infancia es innúmero, incalculable. Estaba dando mis primeros pasos en el mundo de las palabras, del lenguaje. Esto me abrió la mente de una forma maravillosa; aún hoy, estoy agradecido a todos aquellos libros anónimos, cuyos autores no quiero recordar por haberme ofrecido tantas perspectivas así como haber ampliado distintivamente mi conciencia (palabra tabú, pero da igual). Crecía. Tras un corto pero intenso idilio con la ciencia ficción, mis gustos fueron desembocando en autores reputados, en los clásicos, en lo que yo, por aquel entonces, identificaba como alta literatura. Kafka, Hesse, Tolstoi, Orwell, Mann, Dostoievski. Conste que no los estoy colocando a todos en una misma categoría, no vaya a venir un iconoclasta a lapidarme. El caso es que se podía apreciar una correlación entre la calidad de mis lecturas (calidad que, aún hoy, pongo en duda) y el placer que experimentaba. Parecía de alguna manera que había alcanzado la cumbre, pero lo cierto es que no había acariciado siquiera la punta del iceberg. Nunca volví a disfrutar tanto la literatura, al menos no tan ostensiblemente como en ese período. Curioso efecto: mi facultad de redacción traslucía todo lo que había leído. Los sintagmas, los adjetivos, las expresiones acudían a mi mente como por arte de prestidigitación. Los profesores, allá en los infames tiempos de la escuela, elogiaban mi escritura, si bien algunos tenían ciertas reservas. Había quien la tachaba de pedante y pretenciosa. Figuraos el panorama: yo, un zángano intelectualmente precoz a la par que socialmente inepto, aprovechando cada oportunidad para explayarme, para dar cabida a florituras, para hilar belleza. Lo que con toda probabilidad no advertía, inmerso en mi complacencia, era que mis textos eran un trozo de mierda. Que nunca llegaría a ser como los grandes literatos. Que mis ideas, pese a su proliferación, no tenían nada de extraordinario. Que me encontraba inevitablemente destinado a fundirme con el rebaño, con el vulgo, con los demás (El infierno son los demás, diría Sartre en una afamada obra de teatro). Que a partir de entonces estaría condenado a vivir una existencia, a todas luces y desde todos los puntos de vista, infernal. Aprendí muchas cosas. Aprendí, por ejemplo, que la personalidad es una arquitectura de signo egótico, y que, por mucho que lo intentase, jamás lograría derribarla. También aprendí que, en tanto que coexistimos, nos hallamos sujetos a una serie de ataduras o condicionamientos que los filósofos han dado en llamar determinismo. En fin, son pequeños esbozos, bosquejos de mi vida que he ido recopilando de forma eventual. Como por otra parte era de esperar, el relato se me ha ido de la manos. Terminaré por aclarar ese Bueno, tenía que he dejado caer en la génesis de este incipiente mensaje. Por razones que, ora se infiltran en lugares que escapan a mi comprensión, ora las cazo esporádicamente, caí en una especie de desencanto con las palabras, y, por ende, con el mundo. La metáfora del pozo insondable es de lo más aplicable a mi estado actual. Eso no significa en absoluto que haya dejado de leer; lejos de ello, últimamente me estoy deleitando con la riqueza estilística de Ada o el ardor, de Vladimir Nabokov, uno de mis autores norteamericanos favoritos. No obstante, ya no me dedico a la lectura con la predisposición y el placer y el entusiasmo de antaño. Tal impresión es empíricamente demostrable si ponemos en contraste las horas que otrora destinaba a leer (intensas, apasionantes) y las que a duras penas destino a día de hoy (espaciadas, narcotizadas). Y ése es un hecho que me entristece una barbaridad. En fin, creo que un día de estos debería tomarme una tableta de LSD. Quizá viera la realidad con otros ojos. Quién sabe.
A propósito, esa Historia de la sexualidad a la que alude nuestra fallecida compañera Dudosa en el origen del hilo es un libro que llevo tentando largo tiempo. Algún día caerá en mis manos.
|