Ensayo sobre la honestidad necesaria

De AsexualpediA
Revisión del 09:08 29 ene 2015 de Ene (discusión | contribs.)
(difs.) ← Revisión anterior | Revisión actual (difs.) | Revisión siguiente → (difs.)
Ir a la navegación Ir a la búsqueda

Por HrmnRwlng (Foro AVENes)

Hace un par de meses me senté frente a la computadora y observé el cursor parpadear, expectante. Miré con detenimiento la hoja en blanco, preguntándome si estaba a punto de escribir el próximo best-seller juvenil, pero en su lugar mi subconsciente escribió estas líneas de forma tan natural y fluida que me sorprendí resumiendo mi propio viaje de autodescubrimiento.

Lo comparto con ustedes, ahora corregido y actualizado, con la esperanza de encontrar empatía y no seguir en la sombra de la aceptación a medias. Gracias por la lectura.

***

Siempre me consideré una persona bastante confiada. Confío en mí, más que en nadie o nada en el mundo, por eso me enojaba no tener todas las respuestas y odiaba el hecho de tener que basarme en lo que me dijeran los otros para poder hacerme de un juicio propio.


Más cuando se trata de asuntos de carácter personal, tales como la mejor manera de ver la vida, de saber quién eres, qué sientes… Hay cosas por las que todos pasamos durante cierta etapa de la vida y que nos hacen replantearnos quienes somos en base a lo que observamos. ¿Dónde encajo? ¿Soy como aquél? ¿Pienso como ella? ¿Seré como ese? ¿Puedo decir que me identifico con ellos?


Aceptémoslo, cuando uno se forja una personalidad, tiende a observar, a acatar aspectos de otros y moldearlos para crear ese algo que lo va a distinguir de los demás. Todos tenemos decenas de ejemplos de lo que podemos ser y tomamos eso para forjarnos nosotros mismos una identidad. Pero, ¿qué pasa si, de entre todos esos aspectos, hay uno en el que no encajas y no tienes ningún ejemplo que seguir?


Cuando era más joven, probablemente a los trece años, empecé a notar que todo mundo iniciaba a tener un estilo, una forma de pensar, de hablar y de expresarse más marcada. Todos hablaban de lo que les gustaba, de lo que no y hasta de lo que estaban dispuestos a experimentar. Yo nunca expresé lo que sentía, porque no sentía nada en ese entonces y trataba de definir qué carajo significaba eso.


Entonces tuve mi primer novio. Este joven callado, tímido y prácticamente desconocido para mí… Lo digo porque nunca hablamos de nada. Nunca. No me tomaba la mano y ni me miraba. Sólo nos encontrábamos en el receso, comíamos juntos y luego cada quien regresaba a su salón. Estábamos en primer año de secundaria. Terminé con él a la semana de haber aceptado ser su novia y cuando me preguntó por qué, le dije que me aburría con él. Algo que ni él ni mis amigas entendieron.


Pasó todo segundo año sin absolutamente ninguna novedad, salvo algunos chicos que me gustaban, pero me limitaba a observarlos y luego decirles lo mucho que me gustaban. En el momento en el que ellos escuchaban eso me preguntaban si quería ser su novia o cuál era mi intención al decir eso.


Y yo siempre respondía lo mismo: “No pretendo nada, no quiero ser tu novia. Sólo quiero que sepas que me gustas.”


Luego, a los catorce, di mi primer beso.



(La historia es bastante buena, pero me limitaré a contar lo que concierne de ella a todo este texto).


El chico en cuestión era callado, taciturno y rara vez hablaba. No tenía la voz más hermosa del mundo ni era especialmente guapo o popular. Era misterioso. Hablamos poco, solíamos besarnos más de lo que hablábamos y creo que eso fue lo que al final rompió el encanto. Nunca fuimos novios, nunca quise que fuera mi novio aunque él lo insinuó.


Solía escuchar en ese entonces a mis amigas y conocidas decir que cuando besaban a sus novios siempre crecía en ellas una necesidad, una especie de ansiedad que nacía en su estómago y terminaba en sus manos, pidiendo a gritos más y más. Yo nunca la sentí cuando lo besaba.


Luego, a los quince años, me enamoré.


Está sumamente sobrevalorado lo mucho que puede cegarte el amor, créanme. Pasaron dos años antes de que me diera cuenta de que, al final de cuentas, aquél amor se había vuelto capricho y se estaba volviendo algo nada bonito.


A esta joven la conocía desde hacía algún tiempo, pero dejé de verla durante unos meses. Cuando nos reencontramos, ella estaba en una situación en la que necesitaba ayuda. No sé qué fue… Tal vez descubrir que el tiempo sin vernos nos había vuelto a ambas tan diferentes, tan llenas de historias, anécdotas… Probablemente fue ver alguien a quien jamás había visto vulnerable quebrarse y llorar. Seguro fueron las ganas de ayudar, de proteger, de resguardar.


No lo sé, pero allí estaba yo, meses después, muriéndome de amor por alguien a quien jamás consideré siquiera atractiva, en todos los sentidos, a mis ojos. No era hermosa, no era perfecta, no era ni remotamente cercana a lo que yo consideraría el amor de mi vida… Pero podía platicar con ella durante horas enteras, bromeando, riendo, hablando del pasado, del futuro…


Rayos, de verdad me enamoré.


Ahora, en retrospectiva, puedo ver que ella no era tan inteligente, sensible, amable o tranquila como yo creía que era. Pasé un año entero sin confesar lo que sentía ni hacer un solo movimiento en falso. Sin tomar sus manos entre las mías, abrazarla ni nada. ¿Por qué? ¿Por qué a otros chicos que simplemente me gustaban les podía decir sin problemas lo que sentía?


Porque ella tenía pareja. Un novio al que yo conocía.


Tengo muchos defectos y debilidades, la mayoría de estos pueden considerarse como atributos terribles… Pero no soy desleal. Odio la traición, el engaño y la infidelidad.


Ahora, en aquel entonces, empecé a darme cuenta de que me resultaba bastante fácil escribir poemas, canciones, cuentos, relatos y muchas cosas. Estar enamorada me hacía sentir que bailaba en medio de las nubes de la inspiración. Estaba en mi elemento. Pero, así mismo, descubrí que me gustaba la idea de poder amar a alguien así de profundo y no tener que hacer nada al respecto. Me sentía tan feliz de saber que podía seguir teniendo toda la libertad que quisiera y, al mismo tiempo, amar a alguien sin todas las ataduras que observaba en los que me rodeaban. Me sentía cómoda y resuelta.


Pero había algo que llegaba cada tanto a darme topes en la frente, pequeños trancazos de realidad. ¿Estaba siendo una cobarde por no expresar lo que sentía? ¿Estaba mal pasar tanto tiempo pensando en alguien, hablando con alguien, queriendo a alguien y admirándolo sin decírselo?


A la gente le gusta saber que otros gustan de ellos, que son capaces de crear una montaña de sensaciones, admiración, amor y respeto en alguien. Les ayuda con su autoestima. Eso lo aprendí en aquel momento y lo llevo comprobando desde entonces.


Bueno, esta chica quedó soltera y yo no hice nada, no quise hacer nada. Luego, poco después, consiguió una novia. Cabe resaltar que, durante todo ese año en el que no hice nada más que derretirme por dentro, ella envió señales muy claras de que yo también le gustaba. Obviamente, jamás hice nada porque iba contra mis principios meterme en medio de una relación.


Ahora, con esta nueva novia, las cosas cambiaron. A ella no la conocía, no la veía todo el tiempo ni era mi amiga (como su anterior novio lo fue) sino que nunca estaba cerca. Jamás la conocí, nunca quise. Llegó entonces, una noche, el evento que probablemente acabó con el amor que yo le tenía y lo volvió algo que no fui capaz de reconocer en ese momento.


Yo prácticamente pasaba todo el día en su casa y, una noche, me despedía de ella para irme a mi hogar, cuando en medio de la despedida volteó su rostro y se detuvo a centímetros del mío. Milímetros, tal vez. ¿Saben qué me mata, amigos? Que pude retroceder, pude haber echado la cabeza para atrás y alejarme de años enteros de remordimiento.


Pero no lo hice, fui débil y me lancé.


Besar a una mujer, así como estar enamorada de una, probablemente representaría un problema existencial en una persona común… Pero en mí no fue ningún drama. Afortunadamente, mi familia siempre ha sido de aquellas abiertas a cualquier cosa que haga feliz a todos, si esto no lastima a nadie, claro.


Bueno, obviamente después de aquel incidente, se crearon dos cuarteles de guerra en mi cabeza. Uno defendía que lo que había hecho era totalmente justificado porque estaba enamorada y pedía a gritos más besos de amor. El otro protestaba por aquel acto y reclamaba la traición que acababa de cometer. O sea, ella tenía novia, estaba en una relación y yo acababa de meterme en medio y era una amenaza a mis propios principios.


Esa última voz gobernó en mí por mucho tiempo, sólo tres veces más falló mi fuerza de voluntad. Y, una de ellas, es la que nos va a interesar estudiar.


Esta chica, que tenía novia, me planteaba seguido una propuesta que yo rechazaba siempre por dos motivos muy importantes. Solía pedirme que fuera con ella a un hotel, que quería estar conmigo, demostrarme a su manera que me quería y otras palabrerías. ¿Mis dos motivos para rechazarla? ¡Ella tenía novia! Me pedía eso y tenía novia. ¿De verdad podía yo estar enamorada de alguien tan descaradamente infiel?


La segunda, era más enigmática: no la deseaba, ni un poquito. Nada. Y fue allí cuando me encontré pensando: “A ver, ¿amas a alguien como una total estúpida, pero no la deseas para nada?”. ¿Qué tenía, miedo a lo desconocido?


No voy a hacerles largo el cuento: me llené de valor, alejé esos pensamientos de mi cabeza e intenté una vez llevar todo a tercera base, pero fue terrible y ni siquiera llegué a primera base y media. Todo terminó un año después conmigo despertando un día y dándome cuenta de que no la amaba, que estaba encaprichada y que había mal gastado mí tiempo amando a alguien que, en realidad, nunca me amó. De golpe, todo se esfumó.


Yo ya estaba en la preparatoria para entonces. Tardé un poco, pero volví a sentir que de nuevo el mundo me sonreía y hubo varios chicos que de nuevo me gustaron. Salí con alguno al cine, besé a otro, pero ninguno fue mi novio. No quería un novio.


Luego, llegó este chico que al principio no me gustó, pero las cosas cambiaron y, de pronto un día, estaba besándolo. Empezamos a salir un poco y recuerdo que me tomaba la mano mientras caminábamos y me abrazaba antes de besarme. Lo que cualquiera podría querer, lo que mis amigos decían que era una relación perfecta.


Pero regresé a mi mayor problema: no teníamos nada en común. Nunca tuvimos una sola charla profunda sobre nada. ¿Por qué estaba allí jugando al tonto entonces? Porque hacía ya un tiempo que empezaba a formarse una idea en mi cabeza que resultaba confusa y hasta un poco atemorizante: Yo era incapaz de sentir atracción sexual.


Podía justificar que con aquella chica nunca lo experimenté porque, probablemente, no me gustaran sexualmente las mujeres… Pero, ¿qué había de todos los demás? De todos esos chicos que había besado, con los que había salido, con los que me había sentido atraída. Con ninguno de ellos había sentido ningún deseo puramente sexual.


Ahora, regresando a este joven, me preguntaba si podría lanzarme a la alberca sin ganas de nadar. Lo hice. Créanme, chicos y chicas, tener sexo sin de verdad desearlo… Es tan terrible como suena. Es peor de lo que suena.


Fui lo suficientemente idiota para intentarlo con otro chico (quería eliminar la teoría de que no sentí nada la primera vez porque el tipo era mediocre y porque, de acuerdo a muchas, la primera vez nunca es buena) y el resultado fue el mismo.


Nada.


Ahora, allí estaba yo, totalmente confundida y sintiéndome una idiota por caer en presiones sociales y, aún peor, en mis propias presiones. Luego vino la negación. No, no, yo era perfectamente normal, funcional y capaz de sentir. No era un bicho raro, no estaba enferma ni traumada… Pasé bastante tiempo suprimiendo esos pensamientos, dejándolos de lado y concentrándome en otras cosas. Pero siempre evitando inconscientemente el contacto físico.


Fue cuando me enamoré de un chico a distancia. Este joven inteligente, gracioso, talentoso y amable que hizo a mi corazón dar una nueva vuelta por las tierras del amor. Lo amé de verdad, amé cada una de nuestras pláticas, cada secreto, cada carcajada que me hacía soltar, cada detalle con el que me describía su entorno.


Pero, ¿saben que amaba más? Sí, eso. Que otra vez amaba a alguien, que por segunda vez en mi vida mi realidad sonreía. ¿Lo mejor de todo? La distancia. Me sentía tan libre, estaba tan tranquila, relajada y feliz. No había ninguna posibilidad de que todo se arruinara por mi estúpida falta de interés en lo físico. No. Todo era perfecto. Duró más o menos un año. Durante ese año fui capaz de escribir decenas de cosas, poemas, canciones, todo lo que amo tanto hacer. La distancia era mi mejor amiga, en mi forma de verlo, hacía que todo se volviera más real… Por estúpido que suene.


Después la cosa terminó. No recuerdo qué pasó, pero fue gradual y terminó bastante bien. Me alegro de poder decir que seguimos siendo amigos hasta la fecha. Y de nuevo me encontré sola, sin inspiración y nada más en qué pensar salvo mi atemorizante secreto interno. De nuevo, lo metí en un baúl más grande y lo dejé por la paz allí. Dejé de escribir, todo lo que intentaba terminaba siendo mediocre y sin nada de sentimiento. Descubrí que no podía escribir poemas sin tener a alguien que de verdad me inspirara a escribirlos y que no podía ni siquiera usar a mis antiguos amores.


Luego conocí a esta chica. (Sí, lo sé). Todo volvió a sentirse como si nunca se hubiera ido, ¿saben? Pero, en medio de toda esa familiaridad, siempre había un espacio en blanco para llenar con la frescura que sólo alguien nuevo puede traer consigo. Y ella… Ella lo llenó de manera esplendida. Nadie podría haberme tomado como ella lo hizo y hacerme escribir, pensar, soñar, reírme y hacerme sentir tan estúpidamente enamorada…

Ella es (suspiro) probablemente la persona más inteligente que tengo el agrado de conocer. Es lista, ingeniosa, artística, divertida, observadora, pasional, sincera y sus ojos… Carajo, me encantaba ver sus ojos y darme cuenta con sólo mirarla que ella es más lista de lo que probablemente yo podría llegar a ser.


La relación se limitó a mí confesándole cuánto la amaba y ya. Fuimos y seguimos siendo amigas. Terminó igual un año después, aunque más de golpe y conmigo preguntándome si debí haberla besado al menos una vez. Me hubiera gustado que fuera gradual todo el asunto, poder disfrutar un poco más de todo ese amor que le tenía, pero no fue así.


¿Saben qué disfrutaba de todo eso? ¿Qué cosa siempre disfruté cada una de las tres veces que me he enamorado? El proceso. Las preguntas, esa pesadez en el estómago, las noches en vela, la emoción ciega y torpe de no saber si le gustas igual (honestamente, jamás me ha importado si le gusto a los que me gustan, pero igual se siente genial preguntárselo y fingir que te importa), y el miedo. Finalmente el miedo. Todo es tan jodidamente aterrador.


Ese patrón, ese proceso… Empieza siempre conmigo dándome cuenta de pronto que estoy pensado demasiado en alguien. Recordando conversaciones, algún chiste, lo que sea. Luego, continúa conmigo aceptando que me gusta pensar en esa persona. Después de un tiempo, llegan esas malditas cosquillas en el estómago, esa sensación de que estoy perdiendo el control… Y de que me gusta perder el control. No hay vuelta atrás entonces.


Para ese punto, muy seguramente ya esté cerca del límite entre el simple gusto y la atracción. Empezaré a cuestionarme (mucho) si lo que siento es real y terminaré comprobando que es más real que nada en el mundo. Sorpresa, estoy enamorada de nuevo.


Allí empezarán los poemas, las noches escuchando música tranquila y romántica, las miradas perdidas y las sonrisas involuntarias. Me diré que no, pero finalmente descubriré que le amo y voy a volver a creer que el alma existe y que la mía le pertenece a alguien perfecto. Esto durará un tiempo, varía mucho, pero entonces confesaré lo mucho que le amo y nunca pediré saber si me ama igual. Eso me resultará innecesario o trivial. (¿Se dan cuenta de lo egoísta que soy?) Luego, vendrá el rompimiento. Oh, sí… Soy experta en romper relaciones que sólo existieron en mi mente.


Me diré que nunca va a suceder (yo misma me encargaré de eso), que no es posible (porque yo no quiero que sea posible), me sentiré vacía y triste. Mis poemas serán oscuros, nostálgicos y tremendamente depresivos. Y de nuevo el alma será sólo un mito para mí. Luego de este duelo, poco a poco o de pronto, las cosas volverán a la normalidad.


¿Notan que en el algoritmo falta un paso fundamental que existe en la mayoría de los algoritmos sobre el amor y el enamoramiento? (Vamos a obviar el hecho de que nunca se supo si la otra persona me quería igual). No hay ningún momento en el que la respiración se me corte con la sencilla idea de poder recorrer el cuerpo de quien amo con las manos, de deslizar suavemente mis dedos por toda su piel... Nunca pensaré en llenar de besos su cuerpo, ni de decirle al oído cuánto le deseo… Ni siquiera se me ocurrirá la idea de dormir inocentemente a su lado. No.

Al final, luego de la última vez que pasé por este proceso, me volví encontrar conmigo. Pero yo ya me sentía más capaz y valiente como para abrir los siete baúles que resguardaban aquél asunto, ya no tenía miedo de mí misma ni me odiaba por no ser “normal”. Ya no hacía cosas contra mis deseos para tratar de encajar.


Lo medité, leí (leí mucho), investigué y me metí de lleno en el tema. Conforme más pasaba el tiempo dedicándoselo a mi entendimiento propio, más feliz y tranquila me sentía. No era un fenómeno, después de todo. No estaba asustada, ni enferma, no había nada malo conmigo, ni mucho menos estaba traumada.


Y fue cuando descubrí que se podía ser asexual (¡Bingo! ¡Esa es la palabra!) y sentir atracción romántica. Ya sea por hombres, mujeres o ambos. Ahora, con un nombre, con un grupo de gente con quien identificarme, soy feliz. ¿Puedo contarlo a todos, no? No.


Se lo habré dicho a unas diez personas, seis de las cuales coincidieron en que lo que pasaba es que no había llegado la persona indicada a mi vida. Una dijo que me estaba mintiendo a mí misma, otra lo aceptó y dos más dijeron que “preferían reservarse sus comentarios”. Incluso recibí hace poco la charla sobre las hormonas y las enfermedades mentales.


Fue cuando me di cuenta de que es más difícil decir que, sexualmente, no te atrae ningún género a decir que te atrae tu mismo sexo o ambos. Desde entonces mejor me callo y sonrío cada que me dicen que alguien va a llegar, que me hace falta acostarme con alguien que sepa cómo satisfacerme o que vaya al psicólogo.


Decidí que no voy a tomar en cuenta nada eso. Aunque de verdad me enoja, les juro que me saca de mis casillas, que alguien venga a decirme lo que sabe mejor que yo lo que estoy sintiendo o lo que debo sentir. Nadie sabe lo que siento mejor que yo. Nadie más que yo sabe lo que quiero, ni lo que pasé para llegar a saberlo. Este viaje es sólo mío.


Ahora, luego de todo esto, se preguntarán: ¿Y qué carajo quiere esta tipa entonces? Hacer lo que más me gusta en el mundo: amar a la gente.


Lo que más me gusta de la vida son las personas inteligentes, cultas e ingeniosas. Sin ellos, no habría libros interesantes para leer, canciones que nos hagan sentir que fueron escritas para nosotros ni pinturas que nos hagan sentir profundos por ver figuras en donde no las hay. De verdad, amo a la gente inteligente.


Hay algo que se despierta dentro de mí cada que puedo percibir que alguien es listo de verdad, interesante, que es culto y que cuenta con una inteligencia limpia, real y funcional. Me hace sentir que me derrito de adentro hacia afuera.


Esto quiere decir que no me gustan los matados que van haciendo multiplicaciones de veinte dígitos sin calculadora. No, a mí me gusta la gente que es inteligente en aspectos que de verdad sirven en la vida.


Esas personas que cultivan un gusto por saber más y más cosas y que, gracias a esto, tienen tema de conversación de hasta ocho horas ininterrumpidas, esas que nunca te cansas de escuchar y con las que aprendes algo nuevo. Me gustan los individuos perceptivos, interesantes, suspicaces, observadores y atentos.


Me gustan porque, más que mirarlos por su belleza física, me sorprendo a mí misma mirándolos fija y atentamente tratando de descubrir qué pasa por su mente. ¿En qué estará pensando? Me gusta pensar en ellas, admirarlas, observarlas y amar a estas personas. Si pudiera ser capaz de tocarlas con el puro pensamiento, de acariciarlas con la mirada, de hacerles saber cuánto realmente puedo llegarlos a amar sin tener que tocarlos físicamente…


Amo estar enamorada, adoro cómo me hace sentir y lo mucho que soy capaz de lograr. Algo que sí puedo asegurarles, es que una vez que amo a alguien, lo amo para siempre. No, de la misma manera, no. Pero sí con el mismo cariño.


¿Me veo casada? Realmente no.

¿Quiero hijos? Sí, puede que sí.

¿Quiero tener una relación? No lo sé.

No sé lo que quiero, sólo sé lo que no quiero.


Les mentiría si dijera que nunca me dan ganas de tener a alguien con quien compartir todo este proceso y el plus. Ese plus al que nunca he llegado. Y es que, verán, soy la ambivalencia personificada. Soy egoísta. Soy estúpidamente soberbia. Me deleito pensando que nadie vale la pena para mí, que a los que he amado, los amé porque son bastante especiales. Digo, por algo captaron mi preciada atención, ¿no?


Sería una muy mala novia, lo admito.


No lo digo porque sea infiel, mala, grosera o aburrida, sino que... Me gusta estar enamorada, pero no estar con alguien. No tengo material, no nací con ese talento. Por eso me siento atraída por personas que jamás van a hacerme caso, adoro lo platónico. Evito problemas para ellos y para mí, lo mantengo simple.


Pero a veces, muy pocas pero muy claras, siento la necesidad de tener a alguien a mi lado. Alguien que se quede y esté conmigo. Alguien a quien pueda escribirle poemas siempre, a quien pueda amar tan profunda y hermosamente como lo he hecho antes. Que vea películas conmigo y compita por reconocer a los actores, alguien al que siempre quiera besar y nunca me canse de abrazar. A veces necesito a alguien que me mire a los ojos todos los días como si acabara de descubrir que me ama…. Hombre o mujer, francamente, me da igual.


Pero otras veces, estas prevalecen la mayoría del tiempo, soy incapaz de verme en medio de una rutina, enganchada a alguien. Sin libertad. Preocupándome, sin querer reconocerlo, de que me sea infiel. De que mire a alguien más profundamente de lo que me mira a mí. Viendo en mi cabeza una y otra y otra vez la escena futura de nuestra separación. (Muy probablemente causada por mí).


Pensando todo el tiempo que necesito espacio. Que podría estar sola, tranquila, relajada y sin nada más hermoso que mi propia compañía. Que soy demasiado buena para perder mi tiempo en dramas, peleas estúpidas, celos... Que soy demasiado buena para estas cosas. Y leeré esos poemas inspirados tiempo atrás por otras personas tan hermosas. Me observaré en el pasado, sola, feliz. Deseando, desesperada y secretamente, poder estar sola de nuevo y disfrutar de todas esas cosas tan hermosas que cambié por tanta tontería.


Eso, claro, sin contar con el problema de amar a alguien sin desearlo sexualmente y todas las situaciones que eso conllevaría si él o ella sí me deseara a mí.


No quiero hacer daño a nadie. No quiero lastimar a nadie. No quiero pensar esto mientras alguien me quiere de verdad. Por eso me evito todo el plus, porque de verdad no me molesta estar sin pareja. Amo el hecho de que no me sienta sola cuando estoy sin compañía.


De verdad me dolería romper el corazón de alguien más pensando estas cosas. La idea de tener que decirle que, luego de todo el amor que le tenía, me está sofocando y que debo dejar todo atrás… Me destrozaría el corazón.


Así que, para evitar esto, me enamoro como tanto me gusta: con libertad y egoísmo. Por eso decidí dar lo mejor de mí a las personas que lo merezcan, entregarme en alma a todos ellos y pasar sin pena ni gloria en su vida.


Concluyo esto diciéndoles, de forma real y verdaderamente humilde, que prefiero (y me encanta) romperme el corazón yo sola, para no tener que rompérselo a alguien más.


“Si no te quieren como tú quieres que te quieran, ¿qué importa que te quieran?”

Amado Nervo