La soledad

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Nayade
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La soledad

Mensaje por Nayade »

Me gustaría abrir este tema a partir de tres texto de un psicoanalista brasileño llamado Flávio Gikovate, que leí muchísimo, hace años, cuando aun no conocía mi asexualidad y me refugié en la soledad. Tal vez os parezca largo y pesado, pero espero que termine siendo un buen debate y que aporte muchas ideas.
Para quien le interese los textos en español de este psicoanalista, os pongo el siguiente enlace:
[center]http://flaviogikovate.com.br/category/t ... n-espanol/[/center]


[center]Sawabona : Estar solo en los tiempos actuales
(de Flávio Gikovate, psicoanalista brasileño)
Traducción de Mila de Perú.[/center]

No es sólo el avance tecnológico lo que marcó el inicio de este milenio. Las relaciones afectivas también están pasando por profundas transformaciones y revolucionando el concepto de amor.

Lo que se busca hoy es una relación compatible con los tiempos modernos, en la que exista individualidad, respeto, alegría y placer por estar juntos, y no una relación de dependencia, en la que uno responsabiliza al otro de su bienestar. La idea de que una persona sea el remedio para nuestra felicidad, que nació con el romanticismo, está llamada a desaparecer en este inicio de siglo. El amor romántico parte de la premisa de que somos una parte y necesitamos encontrar nuestra otra mitad para sentirnos completos. Muchas veces ocurre hasta un proceso de despersonalización que, históricamente, ha alcanzado más a la mujer. Ella abandona sus características, para amalgamarse al proyecto masculino.

La teoría de la unión entre opuestos también viene de esta raíz: el otro tiene que saber hacer lo que yo no sé. Si soy manso, ella debe ser agresiva, y así todo lo demás. Una idea práctica de supervivencia, y poco romántica.

La palabra de orden de este siglo es asociación. Estamos cambiando el amor de necesidad, por el amor de deseo. Me gusta y deseo la compañía, pero no la necesito, lo que es muy diferente. Con el avance tecnológico, que exige más tiempo individual, las personas están perdiendo el miedo a estar solas y aprendiendo a vivir mejor consigo mismas. Ellas están comenzando a darse cuenta de que se sienten parte, pero son enteras. El otro, con el cual se establece un vínculo, también se siente una parte, no es el príncipe o salvador de ninguna cosa, es solamente un compañero de viaje.

El hombre es un animal que va cambiando el mundo, y después tiene que irse reciclando para adaptarse al mundo que fabricó. Estamos entrando en la era de la individualidad, que no tiene nada que ver con el egoísmo. El egoísta no tiene energía propia; él se alimenta de la energía de los demás, sea financiera o moral. La nueva forma de amor, o más amor, tiene nuevo aspecto y significado. Apunta a la aproximación de dos enteros, y no a la unión de dos mitades. Y ella sólo es posible para aquellos que consiguieron trabajar su individualidad. Cuanto más capaz sea el individuo de vivir solo, más preparado estará para una buena relación afectiva.

La soledad es buena, estar solo no es vergonzoso. Al contrario, da dignidad a la persona. Las buenas relaciones afectivas son óptimas, son muy parecidas con estar solo, nadie exige nada de nadie y ambos crecen.

Relaciones de dominación y de concesiones exageradas son cosas del siglo pasado. Cada cerebro es único. Nuestro modo de pensar y actuar no sirve de referencia para evaluar a nadie. Muchas veces pensamos que el otro es nuestra alma gemela y, en verdad, lo que hacemos es inventarlo a nuestro gusto.

Todas las personas deberían estar solas de vez en cuando, para establecer un diálogo interno y descubrir su fuerza personal. En la soledad, el individuo entiende que la armonía y la paz de espíritu sólo se pueden encontrar dentro de uno mismo, y no a partir de los demás. Al percibir esto, él se vuelve menos crítico y más comprensivo con las diferencias, respetando la forma de ser de cada uno. El amor de dos personas enteras es el bien más saludable. En este tipo de unión, está el abrigo, el placer de la compañía y el respeto por el ser amado. No siempre es suficiente ser perdonado por alguien. Algunas veces hay que aprender a perdonarse a si mismo...

SAWABONA es un saludo usado en el sur de África y quiere decir: “Yo te respeto, yo te valoro y tú eres importante para mí". Como respuesta las personas dicen: SHIKOBA, "Entonces yo existo para ti".



[center] ¿Es Imposible Ser Feliz Estando Solo?
(de Flávio Gikovate, psicoanalista brasileño)
Traducción: Teresa[/center]

Vengo insistiendo en el hecho de que todos nosotros tenemos una sensación de agujero, de que algo nos falta. Tenemos, pues, un sentimiento de inferioridad que es universal. Está presente en todas las personas, incluso en aquellas que se muestran orgullosas y confiadas en sí mismas; son apenas criaturas mentirosas, además de competentes en las artes escénicas.

Ha sido el constatar esa sensación lo que ha llevado al poeta a afirmar: “es imposible ser feliz solo”. O sea, la sensación de la armonía que buscamos sólo podrá ser encontrada a dos, en la unión amorosa. Esa ha sido también la posición que he asumido en los últimos veinte años. He defendido el amor romántico, la alianza intensa y fuerte entre un hombre y una mujer, como el gran remedio para el desamparo que nos acompaña. He resaltado que la sensación de desamparo venía aumentando, pues hasta hace algunas décadas atrás, el amparo protector era resultado de la fuerte alianza que unía a las familias en clanes.

Las grandes familias rurales, llenas de hijos, sobrinos y tíos, creyentes en Dios y que, juntamente con otras familias, formaban comunidades donde todos se conocían, atenuaban grandemente el desamparo. Está claro que todo tiene un precio. En esos grupos no había espacio para la individualidad, opiniones divergentes o excentricidades.

La vida en las grandes ciudades es hoy bastante más libre y tolerante con el ejercicio de una forma personal de ser. Por otra parte, la sensación de soledad ha aumentado mucho. Usamos esa palabra – de fuerte connotación negativa que provoca pavor tan sólo con pronunciarla – para definir el dolor que se deriva de sentirnos incompletos. Considero que la soledad implica además cierta vergüenza, como si la persona se sintiese menos competente para encontrar un compañero. Podría, no obstante, ser diferente: tal vez deberíamos sentir orgullo de nuestra capacidad de permanecer en soledad, cosa difícil y que no todo el mundo consigue.

El amor romántico apareció como el gran neutralizador de la soledad creciente, llegada con la industrialización y con la migración hacia los centros urbanos. En el pasado, el matrimonio se realizaba mediante conciertos familiares; ahora es fruto del amor, de la elección voluntaria de los jóvenes, más dueños de sus vidas y de sus destinos. El amor ha aparecido – y ha sido alabado por todo el mundo, inclusive por mí – como el gran remedio para nuestro desamparo, como algo que nos permite sentir la completitud y la armonía perdidas, pero presentes en algún rincón de nuestra memoria.

En la práctica, sin embargo, las cosas no vienen sucediendo exactamente tal como preveíamos. El cuento de hadas en que nos hemos embarcado ha venido tropezando en varios obstáculos. El mayor de ellos deriva de una cierta tendencia hacia el crecimiento de nuestra individualidad. Continuamos soñando con el amor, es verdad; pero estamos cada vez menos dispuestos a hacer concesiones, a ceder a las presiones del compañero. El deseo romántico quiere a la pareja siempre cercana, al paso que cada individuo puede estar interesado en ir hacia una dirección diferente. Ahí se traba una inevitable y fatigosa lucha por el poder, en la cual ninguno queda satisfecho.

Y en este punto de las reflexiones, es cuando me hice una pregunta: ¿somos de veras incompletos o apenas nos sentimos así? Confieso que me he sentido algo confuso, incluso aturdido, cuando me deparé con una respuesta obvia, pero que jamás se me había ocurrido. La sensación de no estar completos no es obligatoriamente la expresión de un hecho. El trauma del nacimiento nos marca y provoca esa sensación. Pero somos individuos enteros y completos. Pensar así podrá conducirnos a una fascinante aventura.



[center]¿Quién teme a la soledad?
(de Flávio Gikovate, psicoanalista brasileño)
Traducción: Teresa[/center]

Muchas parejas sólo evitan la separación porque temen el aislamiento de una vida solitaria. Nuestra sociedad, centrada en el núcleo familiar, estimula la dependencia entre las personas.

¿Qué es preferible: estar solo o mal acompañado? A esta pregunta la gran mayoría de las personas responde de dos maneras diferentes. Cuando se trata de una situación hipotética o de la vida de otros, ellas dicen que no tiene sentido alguno continuar con alguien a quien no se ama o con quien no se tiene afinidad. Así responden también los más jóvenes y sin experiencia. Sin embargo, cuando nos enfrentamos a una situación de hecho, en que un hombre y una mujer se ven envueltos en una unión llena de desentendimientos y disgustos, la cosa es mucho más complicada. La mayoría de las parejas prefiere ir llevando la relación a trancas y barrancas en vez de hacer las maletas y marchar para cualquier lugar – la casa de un pariente, de un amigo, un hotel, etc. Esa es una de las situaciones en que es muy fácil hablar, pero muy difícil de hacer.

Al fin, ¿qué nos ata tanto al casamiento? ¿Serán solamente los hijos? ¿El patrimonio? ¿Las costumbres y apegos que tenemos a las cosas que nos rodean, especialmente a la propia casa? ¿O será el pavor de vernos aislados? Aunque todos los factores citados tengan cierta importancia, considero que la principal razón por la cual las personas conservan vínculos absolutamente insatisfactorios se deriva del hecho de que no pueden siquiera imaginarse en soledad por algunos días. Es curioso, pues esto ocurre también con aquellas criaturas que, en el pasado, han vivido largo tiempo sin compañía. Es como si desaprendiésemos totalmente que nuestra condición es, bajo ciertos aspectos, incluso bastante agradable. Es como si retrocediésemos y consiguiésemos considerarnos integrados apenas dentro de un grupo.

Todos nosotros hemos crecido formando parte de un grupo familiar – o algún sustituto de éste – en el que nos sentíamos más protegidos, más confortables. Y la sensación persistía aunque el ambiente fuese tenso, lleno de disensiones y roces. A fin de cuentas éramos dependientes y no teníamos la opción de quedarnos solos. Esta hipótesis estaba relacionada con el total desamparo y la falta de recursos para la supervivencia. Parece que, después de adultos, continuamos asociando a la vida en familia toda sensación de protección y seguridad: y a la vida solitaria, todo el miedo y todo el abandono. Esto sin contar los prejuicios, pues hemos crecido escuchando frases del tipo de: “¡Pobre Fulanita! No se ha casado y vive sola. ¡Qué triste debe ser su vida!, “Pobre aquel niño huérfano, que no tiene a los padres para darle cariño y atención”. Tales frases, repetidas durante los años de formación, han quedado impresas a hierro y fuego dentro de nosotros.

Podemos permanecer solos durante años y años, especialmente durante la juventud. Esto ocurre cuando vamos a estudiar o trabajar en otra ciudad, por fuerza de las circunstancias o incluso por libre opción. Después de cierto período más difícil de adaptación, acabamos apreciando mucho la experiencia. Pero vienen nuevamente los prejuicios que nos “enseñan” que no es “normal” gustar de permanecer solo. Lógicamente ese tipo de contradicción no siempre ocurre. En nuestro país, la gran mayoría de los jóvenes sólo sale de casa para casarse. Cuando estudia fuera, vive en repúblicas, que son habitaciones colectivas, donde una vez más se valoriza la vida en grupo.

Aunque no todos tengan conciencia de eso, la sociedad favorece la dependencia entre las personas. Ocurre que, en determinados momentos, deberíamos estar capacitados para actos de plena autonomía. Y no lo estamos. Es el caso de la situación conyugal llena de riñas y desaciertos. Racionalmente, deberíamos poner fin a eso lo más pronto posible. Deberíamos tener condiciones para pasar cierto tiempo en soledad independientes, bastándonos a nosotros mismos, capaces de diálogos interiores, meditación y reflexión, hasta para entender en profundidad por qué las cosas se han encaminado de esa manera. Desgraciadamente, la simple idea de encontrarnos aislados en una habitación de hotel ya nos provoca pánico. Y permanecemos así atados al enmarañado complejo en que se transforma la vida conyugal llena de conflictos. En la mayoría de los casos, no tenemos fuerzas siquiera para una separación temporal. Pienso que ese tipo de miedo es muy peligroso, pues no son raras las veces en que una “pausa conyugal” puede ser la última oportunidad para la reconciliación. Cuando estamos solos y lejos de la situación de conflicto, tenemos ocasión para reflexionar mejor y hacer una autocrítica más correcta. Es más, deberíamos recurrir a la soledad siempre que nos encontrásemos en una encrucijada, siguiendo el ejemplo de Moisés, Jesús, y tantos otros, que se aislaron para meditar, en las montañas o en el desierto, cobrando nuevas fuerzas antes de tomar decisiones radicales y definitivas.
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